miércoles, 16 de mayo de 2012

Cuerpo y catástrofe


Concepción del 27/F, signos y marcas de un cuerpo desbordado

Rodrigo Alarcón M.
A partir de un conjunto de reflexiones pertenecientes al trabajo analítico de la relación cuerpo-ciudad, el siguiente texto intenta indagar el desencaje urbano-social acontecido en la ciudad de Concepción en las horas y días posteriores a la catástrofe del 27/F, en su relación con la configuración y emergencia del cuerpo penquista en el entramado contemporáneo de la ciudad, bajo la guía de una hipótesis que postula este acontecimiento como resultado de la complejidad alcanzada por el espacio urbano, a partir de la suspensión abrupta de sus protocolos de administración y funcionamiento, protocolos que la contemporaneidad de Concepción reprodujo y gestionó -material y simbólicamente-, bajo la formación de un capitalismo de fase tardía que, a través de su lógica del desplazamiento veloz, instaló una modulación experiencial en los penquistas que transformó sus cuerpos en presencias pasivas y rutinarias.
Ciudad-cuerpo-subjetivación.
La diversa y compleja relación entre cuerpo y ciudad torna evidentes las formas y procedimientos en que ésta determina, condiciona y afecta –respectivamente- las constituciones, las relaciones y los modos de reacción que desarrollan los cuerpos que la habitan (Sennet 19-20). Por medio de sus saberes tecnológicos, esto es, proyección material, gestión administrativa y práctica arquitectónica, la ciudad opera en, sobre y a través del cuerpo, constituyéndolo en un espacio de regulación de las prácticas culturales y de negociación de los sentidos, dentro de un diseño que se ordena en perspectivas de un capitalismo flexible y de un proceso de des-subjetivación donde hay una creciente obliteración de la acción efectiva del sujeto (Tijoux, en Actuel Marx Intervenciones Pag. 10-11).
En este orden de ideas, la ciudad contemporánea y el espacio urbano que ampliamente la define, instala una específica modulación subjetiva en el cuerpo, modulación que delimita y configura sus contornos a partir de las ficciones que provee la constelación cultural capitalista. La materialidad histórica de esta formación queda definida, tanto en su “amplio de onda” como en sus alcances medianos, por las lógicas disciplinadoras del mercado, que mueven y constituyen –dentro de la estrecha relación cuerpo-subjetivación- en una misma maniobra al cuerpo y aquello que se designa como sujeto (Landa y Marengo en Actuel Marx Pag 162).

En este sentido, el cuerpo se constituye y moviliza a partir de los modos en que ha sido definido históricamente (Bustos en Actuel Marx Pag. 17), siendo una presencia donde se incardinan y se reproducen dominaciones y opresiones, miedos, deseos y pasiones; el cuerpo como “el rastro de un ser”, como postula Greiner, en tanto en él se identificarán las marcas políticas de los procesos que alimentan y modifican las acciones del orden social (Greiner en Ana Buitrago Pag. 57).

Sin concebir al cuerpo como lugar exclusivo de inscripción y registro, en tanto su presencia también es sitio de rebelión y resistencia, la escena chilena muestra un cuerpo que emerge bajo el temor creciente del relato del delito, de las trazas narrativas de la violencia política y del imaginario reificante del mercado, un cuerpo que, en consecuencia, configura una performance que lo presenta desagregado, desensibilizado y domesticado bajo la predominancia ontológica de la figura despolitizada del acrítico ciudadano consumidor.

La experiencia del cuerpo del habitante urbano, bajo los efectos moduladores de esta figura, comienza a transitar en la disolución expansiva de los territorios tradicionales de habitabilidad y sociabilidad, en tanto asiste a la significativa configuración de nuevos espacios definidos por la circulación, el consumo y la velocidad, espacios que tornan equivalentes todas las realidades y cuya consecuencia más inmediata en la ciudad es el debilitamiento e incluso desaparición de los lugares de convergencia y encuentro.
Conteniendo una urbanización cuya  operación no está exclusivamente en el espacio materialmente real, sino en la efectiva entropía semiótica que significa el territorio como una suspensión entre múltiples referentes, sin lindes definidos, contando sólo con un punto de partida y emergencia desde el cual los habitantes conectan sus cotidianas realidades a través de la lisura (uniformidad) de la circulación permanente, los procesos de desconcentración y de relocalización espacial de la ciudad en las últimas décadas, dan cuenta materialmente de un nuevo sistema de relaciones cada vez más móviles y globalizadas, caracterizadas por la intensidad del cambio social que se desarrolla en ellas. Estas modificaciones materiales, territoriales y sociales aplicadas en amplios sectores de la ciudad, revelan la tendencia expulsógena del habitante y su cuerpo en relación a los sitios de encuentro y convergencia.

Este proceso, pero en base a presencias diferenciadas, comienza a visibilizarse en Concepción a través del conjunto de erradicaciones que se producen a partir de los años 80, como resultado de las políticas segregacionistas impulsadas por la dictadura militar, emprendimientos que se siguieron proyectando, por lo demás, después del paso a la democracia y que revelan elementos situados más allá de lo meramente técnico del proyectismo habitacional oficial, en tanto emerge un proceso de reproducción social que apunta al extrañamiento, la desagregación y el control territorial de la población exponencialmente más peligrosa dentro de la ciudad. La cartografía oficial de la ciudad vino a “sellarse” con la más contundente intervención de este nuevo orden urbano, esto es, el desarrollo del amplio paño de servicios que se proyecta en los antiguos sitios eriazos situados en torno al eje de la vieja autopista a Talcahuano, lugar donde se levanta el shopping principal y posteriormente un conjunto edificios que adquieren una creciente influencia en la vida de la ciudad, en tanto son la cabeza material y operativa de su descentramiento en base a las características propias de lo que Augé denomina como el no lugar (1994 Pag 32).

De esta manera, entonces, un nuevo paisaje “norteamericanizado” ha comenzado a naturalizarse, una superposición de objetos efímeros con restos de infraestructura en desuso, nuevas mini ciudades amuralladas y novedades técnicas colindantes con tejidos habitacionales precarios y principalmente, nuevos circuitos de circulación que han reemplazado a los lugares de encuentro. Todo esto, tanto en el centro como en la periferia del “gran Concepción”, asimiló la ciudad forzada y crecientemente a una especie de patchwork, donde cada fragmento –barrio, espacios destinados a actividades específicas (centros comerciales, sohos etc.)- aunque libera su sentido y muestra la prevalencia del contraste y la desigualdad, no puede hacer predominar la diferencia, sino más bien una realidad con escasa comunicación e instalada en una estructura espacial que combina segregación, diversidad y jerarquía (Castell Pag. 462).

Es en medio de esta nueva geografía arrolladora, que el cuerpo del penquista comienza a experimentar físicamente una circulación más veloz, en tanto el espacio público a través del cual tradicionalmente se movilizó, sufrió la conversión a un mero medio para el desplazamiento cada vez menos estimulante. Recluido crecientemente en su hogar o barrio privado, vive la misma experiencia de la velocidad a través de las redes y la gestión a distancia que estas permiten. El penquista, como muchos otros cuerpos en muchas otras ciudades vio debilitada su realidad corporal, en tanto su disposición dentro del espacio urbano se vio marcada sistemáticamente por una planificación orientada a evitar el roce y hacer expeditos los cuerpos frente a todo tipo de resistencia que obstruya el proceso productivo que debe asumir cada día (Sennet: 1997). Es decir, el penquista a partir de los cambios acelerados que experimenta la ciudad desde los 80’ en adelante, queda sometido al disciplinamiento biopolítico de lo que Augé califica como sobremodernidad (2004; Pag. 15), una disciplina articulada desde la circulación general a alta velocidad de todo, productos, imágenes, información y, fundamentalmente, del sujeto mismo.
Con todo, la constitución del espacio urbano responde a una racionalidad que desajusta la construcción de la identidad urbana y la posibilidad de potenciar los restos de lazos comunitarios sobrevivientes al colapso de las dinámicas fundamentales de la “modernidad penquista” (edificada en sectores como la Villa San Pedro, Higueras y su modelo desarrollista, Sprihill y distintos otros ejemplos), en tanto instala un proceso que socava las unicidades de sentido y las coordenadas de ubicación del habitante en medio de su propio entorno significante, determinando la emergencia de un cuerpo desagregado y en permanente extrañamiento del otro. El ejemplo del barrio Boca sur, retornando a la historia de las erradicaciones,  es quizás la muestra más emblemática de localidades sin identidad local, un gran mosaico barrial donde convergieron a la fuerza diversas y distintas poblaciones del viejo Concepción, cuyos habitantes en la actualidad, es decir, los sujetos descendientes de los primeros erradicados, siguen identificándose con sus poblaciones de origen, con la consecuente constitución, en lo inmediato, de un barrio carente de historia, vínculo e identidad comunitaria.  
En este sentido, las relaciones entre estos programas proyectistas con el desate de la violencia del “27/F”, cobran inteligibilidad en tanto el vínculo desintegrado de los emplazamientos barriales y del espacio urbano general, desplazan velozmente al “otro” –ante la suspensión de la normalidad- desde la permanente potencial amenaza a la “agresión inminente”, movimiento eventualmente actualizable bajo la impronta del imaginario de la violencia propagado por los medios de comunicación en relación al espacio público de la ciudad. Hay que consignar, que bajo la sensibilidad que potencian y consolidan los relatos mediáticos a través de los cuales el habitante de “a pie” se provee de una visión de conjunto de la ciudad” (Martin Barbero Pag. 289), la vivencia del barrio y la ciudad se percibe por medio de un sentimiento de lo ajeno, adverso, disgregado y carente de significado emocional (Lechner Pag. 404), quedando afectado por el “ambiente de tierra de nadie” que se “vive en las calles” y la determinación del espacio público de la ciudad como lugar de riesgo, como el “lugar a evitar”.
El 27/F, signos y marcas de un cuerpo desbordado.
En estas perspectivas, el abrupto y contundente tensionamiento que experimentó el cuerpo material y principalmente el cuerpo individual y colectivo del habitante de Concepción, en todo su amplio de definiciones y protocolos relacionales en el contexto del “27/F”, emerge relacionado fundamentalmente -si bien a una diversidad de causas (conflicto social latente, construcción mediática del otro, modernización de la emergencia ineficiente etc.)-, al punto cero alcanzado por las dinámicas del local entramado cuerpo-política-ciudad, esto es, la desestabilización generalizada del espacio urbano como consecuencia de la suspensión de los dispositivos de administración espacial -pensados y proyectados bajo un concepto de integración múltiple técnicamente sobredeterminado-, abruptamente disfuncionalizados en medio de un escenario radicalmente excéntrico, en tanto el déficit operacional que toda ciudad intenta contrarrestar, se vio bajo su máximo exponencial: el punto cero de sus energías[1].
La modulación instalada en el cuerpo penquista se ve, entonces, desajustada y abruptamente suspendida bajo el colapso de los citados dispositivos administrativos, fracturando y desordenando la organicidad de un cuerpo que en su contemporaneidad emerge (su organicidad) en la circulación constante dentro de las redes tejidas por los filamentos intra y extra urbanos que conforman la ciudad y en la medida que los dispositivos fracturados son parte formal de los protocolos de gestión política y biopolítica de la realidad,. Complejizado el espacio urbano el cuerpo queda situado en un espacio momentáneamente desregulado, desplegado en un escenario de desorden y congestión, formando un conjunto saturado con otros cuerpos naturalizados bajo las políticas de lo que Sennet llama la “liberación de la resistencia”, bajo las cuales se evita neutralizar el roce y el encuentro con otros cuerpos fuera del sistemático flujo de funcionamiento de la calle como espacio público.
En este sentido, la violencia y el desorden físico y subjetivo, sería el resultado del abrupto encuentro -“tan solo en tres minutos”- dentro de un radical descampado, donde la calle –“correa transportadora del habitante, sin pausa y sin corte”- se convirtió en un escenario donde el cuerpo quedó pausado en su desplazamiento incesante, donde el corte radical de su regulada cotidianidad lo puso frente al “otro”, cuerpo marcado como amenazante, peligroso, moreno (cara de flaite), “otro” que a la vez quedó con su propio “otro”, el rubio, el acomodado, el cuico, así como también ante el impávido ciudadano medio, con todas las “cuentas pendientes” que van quedando inscritas en la energía residual de la ciudad. Todos los cuerpos marcados bajo el diverso repertorio de estigmas se encontraron en un escenario irrenunciable, cargado de la dramática y apocalíptica atmósfera del miedo, la cual instala la amenaza sobre las condiciones materiales de vida y la integridad física, la angustia y un miedo difuso sin agente individualizado, torna débiles las esperanzas, apaga la vitalidad, paraliza y, lo más peligroso, desata una agresividad potencialmente incontrolable.
A partir de las 3:34 del 27/F todos los ordenamientos de la realidad fueron superados y dislocados por un acontecimiento no incluido en ningún protocolo del artificial modelo de gestión tecnoeconómico de lo social. Luego de vivir un suceso que no es ubicable en ninguna coordenada configurada mediáticamente ( a pesar de la neomitología de la catástrofe y el imaginario postapocalíptico) que más bien enfrenta al sujeto a una profunda perturbación de su relación con el mundo y con la alteridad, a la desestabilización de su íntimo lugar de producción de los modos de articulación del significado de su propia existencia, el habitante de la ciudad se vio situado en medio de un espacio urbano colapsado, descontinuado, neutro, en tanto y en cuanto la regularidad del desplazamiento veloz -aquella que narcotizó, hizo pasivos y tornó rutinarios sus cuerpos-  quedo suspendida.
Los cuerpos, marcados, que por primera vez experimentan el espacio urbano abierto a un devenir no reglado e imprevisible, una  experiencia otra, ya no pasiva, si no gratuitamente activa, donde el contacto se torna inevitable, se desbordan de sus límites de contención y “despavoridos” intentan neutralizar el caos a través de una compensación que reporte contención y seguridad, en medio de la urgencia que significa ver el rostro del otro que nunca se quiso ver, sentir los contornos de los otros cuerpo que nunca se quiso tocar, concibiéndose, a pesar de las fugaces solidaridades –que también cumplieron roles de contención- como amenazantes y declaradamente como enemigos; el otro, que el relato mediático del texto-ciudad instaló a través del tratamiento mediático de la violencia delictiva, se encuentra “frente a mi” cara a cara, fuera de la pantalla que media las realidades a distancia.
El cuerpo del habitante penquista, proyectado para evitar el riesgo y el peligro del encuentro y la detención productiva a través de técnicas que instalaron en ese cuerpo el extrañamiento con el orden y el espacio mismo de su hábitat, se vio enfrentado a una experiencia desprogramada frente cuyo protocolo de funcionamiento no poseía: los efectos de la catástrofe transformó el cuerpo del penquista en un cuerpo desbordado, que explosionado en sus contenciones corrió hacia la compensación placentera y fetichista del consumo y elaboró un relato del otro como enemigo, tranquilizando así las provisorias y riesgosas fronteras imaginarias que permiten doblegar y castigar el cuerpo del otro y no el propio; como último recurso, el cuerpo infantilizado y auto infantilizado recurrió al llamado del padre, soberano poseedor del castigo, que con cuadraturas y sobrecargas de poder, dentro del imaginario de la soberanía, puede volver a ajustar todo a un espacio donde prevalezca el cuerpo móvil, ese que se desplaza y no se encuentra, ese que transita y obedece.
Bibliografía.
Actuel Marx Intervenciones. Cuerpos contemporáneos: nuevas prácticas, antiguos retos, otras pasiones. Santiago. Lom Ediciones. 2010.
Buitrago, Ana (ed.). Arquitecturas de la mirada. Alacalá de Henares. Ediciones Universidad de Alcalá, 2009.
Castell, Manuel. El Surgimiento de la Sociedad de Redes. Londres. Blackwell Publishers. 1996.

Sennet, Richard. Carne y Piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. Madrid. Alianza editorial. 1994.
Martin Barbero, Jesús. Oficio de cartógrafo. México. F.C.E.  2004.
Lechner, Norbert. Obras escogidas. Santiago. Lom Editores. 2006.





[1] Extrapolamos este término desde la teoría física, especialmente de la mecánica cuántica, refiriendo éste al nivel de energía más bajo de un sistema, la energía residual u oscura. En este sentido, se abre un campo hasta ahora no muy visible en las investigaciones, por lo menos locales y que dice relación con la pesquisa de la energía residual de la ciudad, que en el contexto del 27/F emergió con mucha contundencia.

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