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MICHEL FOUCAULT
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Utopías y heterotopías y El
cuerpo utópico son
las traducciones respectivas de dos conferencias radiofónicas pronunciadas
por Michel Foucault el 7 y el 21 de diciembre de 1966, en France-Culture, en
el marco de una serie de emisiones dedicada a la relación entre utopía y
literatura.(1) La primera de ellas es el momento germinal de un
texto posterior, Des espaces autres (De los espacios otros), mejor conocido como el
"texto sobre las heterotopías", el cual fue redactado en
Por su parte, El cuerpo utópico
representa una reflexión particularmente bella, mediante la cual podemos
acceder a una faceta del pensamiento de Foucault que, me parece, al menos en
lo que se refiere al mundo de habla hispana, ha quedado relativamente oculta
bajo el peso de obras monumentales como Las palabras y las cosas o Vigilar y
castigar. Y es que el Foucault que habla del "cuerpo utópico"
resulta ligeramente diferente de aquél que diserta acerca de los
"cuerpos dóciles" o de la "muerte del hombre"; pues, a
diferencia de los planteamientos derivados de estos libros, de carácter
erudito, crítico e incluso polémico, en esta conferencia radiofónica -a fin
de cuentas dirigida a un público amplio-, el despliegue de un discurso de
sorprendente precisión conceptual y expresiva se asienta sobre una
observación tan profunda como asequible -incluso para lectores no
especializados-, por lo que da lugar a un texto diáfano, destinado a ahondar
la comprensión de la experiencia utópica del cuerpo que, de un modo u otro,
todos tenemos o hemos tenido en algún momento.
UTOPIAS Y HETEROTÓPIAS
1.
LOS CONTRA-ESPACIOS, LUGARES REALES FUERA DE TODO LUGAR
Hay pues países sin lugar alguno e historias sin cronología.
Ciudades, planetas, continentes, universos cuya traza es imposible de ubicar
en un mapa o de identificar en cielo alguno, simplemente porque no pertenecen
a ningún espacio. No cabe duda de que esas ciudades, esos continentes, esos
planetas fueron concebidos en la cabeza de los hombres, o a decir verdad en
el intersticio de sus palabras, en la espesura de sus relatos, o bien en el
lugar sin lugar de sus sueños, en el vacío de su corazón; me refiero, en
suma, a la dulzura de las utopías.
No obstante, creo que hay -y esto vale para toda sociedad- utopías
que tienen un lugar preciso y real, un lugar que podemos situar en un mapa,
utopías que tienen un lugar determinado, un tiempo que podemos fijar y medir
de acuerdo al calendario de todos los días. Es muy probable que todo grupo
humano, cualquiera que éste sea, delimite en el espacio que ocupa, en el que
vive realmente, en el que trabaja, lugares utópicos, y en el tiempo en el que
se afana, momentos ucrónicos. He aquí lo que quiero decir: no vivimos en un
espacio neutro y blanco; no vivimos, no morimos, no amamos dentro del
rectángulo de una hoja de papel. Vivimos, morimos, amamos en un espacio
cuadriculado, recortado, abigarrado, con zonas claras y zonas de sombra,
diferencias de nivel, escalones, huecos, relieves, regiones duras y otras
desmenuzables, penetrables, porosas; están las regiones de paso: las calles,
los trenes, el metro; están las regiones abiertas de la parada provisoria:
los cafés, los cines, las playas, los hoteles; y además están las regiones
cerradas del reposo y del recogimiento.
Ahora bien, entre todos esos lugares que se distinguen los unos de
los otros, los hay que son absolutamente diferentes; lugares que se oponen a
todos los demás y que de alguna manera están destinados a borrarlos,
compensarlos, neutralizarlos o purificarlos. Son, en cierto modo,
contraespacios. Los niños conocen perfectamente dichos contra-espacios, esas
utopías localizadas: por supuesto, una de ellas es el fondo del jardín; por
supuesto, otra de ellas es el granero o, mejor aun, la tienda de apache
erguida en medio del mismo; o bien, un jueves por la tarde, la cama de los
padres. Pues bien, es sobre esa gran cama que uno descubre el océano, puesto
que allí uno nada entre las cobijas; y además, esa gran cama es también el
cielo, dado que es posible saltar sobre sus resortes; es el bosque, pues allí
uno se esconde; es la noche, dado que uno se convierte en fantasma entre las
sábanas; es, en fin, el placer, puesto que cuando nuestros padres regresen
seremos castigados.
A decir verdad, esos contraespacios no sólo son una invención de los
niños; y esto es porque, a mi juicio, los niños nunca inventan nada: son los
hombres, por el contrario, quienes susurran a aquéllos sus secretos
maravillosos, y enseguida esos mismos hombres, esos adultos se sorprenden
cuando los niños se los gritan al oído. La sociedad adulta organizó ella
misma, y mucho antes que los niños, sus propios contraespacios, sus utopías
situadas, sus lugares reales fuera de todo lugar. Por ejemplo, están los
jardines, los cementerios; están los asilos, los burdeles; están las
prisiones, los pueblos del Club Med y muchos otros.
2.
Pues bien, yo sueño con una ciencia -y sí, digo una ciencia- cuyo
objeto serían esos espacios diferentes, esos otros lugares, esas
impugnaciones míticas y reales del espacio en el que vivimos. Esa ciencia no
estudiaría las utopías -puesto que hay que reservar ese nombre a aquello que
verdaderamente carece de todo lugar- sino las heterotopías, los espacios
absolutamente otros. Y, necesariamente, la ciencia en cuestión se llamaría,
se llamará, ya se llama, la heterotopología. Pues bien, hay que dar los primeros
rudimentos de esta ciencia cuyo alumbramiento está aconteciendo.
Primer principio: probablemente no haya una sola sociedad que no se
constituya su o sus heterotopías. Ésta es una constante en todo grupo humano.
Pero, a decir verdad, esas heterotopías pueden adquirir, y de hecho siempre
adquieren formas extraordinariamente variadas. Y tal vez no haya una sola
heterotopía en toda la superficie del globo o en toda la historia del mundo,
una sola forma de heterotopía que haya permanecido constante. Quizás podríamos
clasificar las sociedades según las heterotopías que prefieren, según las
heterotopías que constituyen. Por ejemplo: las sociedades dichas primitivas
tienen lugares privilegiados o sagrados, o prohibidos -al igual que nosotros,
de hecho-; pero esos lugares privilegiados o sagrados por lo general están
reservados a individuos, si ustedes quieren, en "crisis biológica".
Hay recintos especiales para los adolescentes en el momento de la pubertad;
los hay reservados a las mujeres en su periodo menstrual; hay otros para las
mujeres que están en parto. En nuestra sociedad las heterotopías para los
individuos en crisis biológica han prácticamente desaparecido. Noten que
todavía en el siglo diecinueve había colegios para los muchachos, los cuales,
al igual que el servicio militar, sin duda cumplían el mismo papel, pues era
menester que las primeras manifestaciones de la virilidad se produjeran en
otra parte. Y después de todo, en lo que concierne a las jóvenes, yo me
pregunto si el viaje nupcial no era al mismo tiempo una suerte de heterotopía
y de heterocronía, ya que no era posible que la desfloración de la joven se
produjera en la misma casa en la que nació; dicha desfloración había de
realizarse, de alguna manera, en ninguna parte.
Pero esas heterotopías biológicas, esas heterotopías si ustedes
quieren de crisis, desaparecen paulatinamente para ser remplazadas por las
heterotopías de desviación. Es decir que los lugares que la sociedad
acondiciona en sus márgenes, en las áreas vacías que la rodean, esos lugares
están más bien reservados a los individuos cuyo comportamiento representa una
desviación en relación a la media o a la norma exigida. De ahí la existencia
de las clínicas psiquiátricas; de ahí también, claro está, la existencia de
las cárceles; a lo cual habría que añadir sin duda los asilos para ancianos,
puesto que, después de todo, en una sociedad tan afanada como la nuestra, la
ociosidad se asemeja a una desviación que, en este caso, resulta por lo demás
una desviación biológica por estar asociada a la vejez -la cual es, por
cierto, una desviación constante, al menos para todos aquellos que no tienen
la discreción de morir de un infarto tres semanas después de su jubilación.
Segundo principio de la ciencia heterotopológica: pues bien, durante
el curso de su historia, toda sociedad puede reabsorber y hacer desaparecer
una heterotopía que había constituido anteriormente, o bien organizar alguna
otra que aún no existía. Por ejemplo: desde hace unos veinte años la mayoría
de los países de Europa han intentado hacer que desaparezcan las casas de
citas; con un éxito mitigado pues, como sabemos, el teléfono ha remplazado la
vieja casa a la que iban nuestros ancestros por una red arácnida y mucho más
sutil. Por lo contrario, el cementerio, que en nuestra experiencia actual
corresponde al ejemplo más evidente de una heterotopía, es el lugar
absolutamente otro. Pues bien, el cementerio no ha tenido siempre ese papel
en la sociedad occidental. Hasta el siglo dieciocho, el cementerio estaba en
el corazón de los poblados, dispuesto allí, en el centro de la ciudad, justo
a un lado de la iglesia, y a decir verdad no se le atribuía ningún valor
realmente solemne. Salvo en el caso de algunos individuos, el destino común
de los cadáveres era simplemente ser arrojados a la fosa sin ningún respeto
por los restos individuales. Ahora bien, de una manera muy curiosa, en el
momento mismo en el que nuestra civilización se volvió atea, o al menos más
atea, es decir a finales del siglo dieciocho, nos pusimos a individualizar el
esqueleto: desde entonces cada quien tuvo derecho a su cajita y a su pequeña
descomposición personal. Y por otro lado, pusimos todos esos esqueletos,
todas esas cajitas, todos esos féretros, todas esas tumbas y esas piedras
fuera de la ciudad, en el límite de las urbes, como si se tratara al mismo
tiempo de un centro y un lugar de infección y, de alguna manera, de contagio
de la muerte. Pero no hay que olvidar que todo esto no sucedió sino en el
siglo diecinueve, e incluso durante el curso del Segundo Imperio (es bajo
Napoleón III, en efecto, que los grandes cementerios parisinos fueron
organizados en los límites de las ciudades). También habría que citar -y aquí
observaríamos en cierto modo una sobredeterminación de la heterotopía- los
cementerios para tuberculosos: pienso en ese maravilloso cementerio de Menton
en el que fueron inhumados los grandes tuberculosos que vinieron, a finales
del siglo diecinueve, para descansar y morir en
3.
YUXTAPOSICIÓN DE ESPACIOS INCOMPATIBLES.
Por lo general, la heterotopía tiene como regla yuxtaponer en un
lugar real varios espacios que normalmente serían, o deberían ser
incompatibles. El teatro, que es una heterotopía, hace que se sucedan sobre
el rectángulo del escenario toda una serie de lugares incompatibles. El cine
es una gran sala rectangular al fondo de la cual se proyecta sobre una
pantalla, que es un espacio bidimensional, un espacio que nuevamente es un
espacio de tres dimensiones. Vean ustedes aquí la imbricación de espacios que
se realiza y se teje en un lugar como una sala de cine. Pero quizás el más
antiguo ejemplo de heterotopía sea el jardín: el jardín, creación milenaria
que ciertamente tenía una significación mágica en Oriente. El tradicional
jardín persa es un rectángulo dividido en cuatro partes, las cuales
representan las regiones del mundo, los cuatro elementos de los cuales éste
se compone; y en el centro, en el punto en el que se unen esos cuatro
rectángulos, había un espacio sagrado, una fuente, un templo; y alrededor de
ese centro, toda la vegetación del mundo debía hallarse reunida. Ahora bien,
si pensamos que los tapetes orientales están en el origen de las
reproducciones de jardines (invernaderos en sentido estricto)(3),
comprendemos el valor legendario de los tapetes voladores, de esos tapetes
que recorrían el mundo. El jardín es un tapete en el que el mundo entero es
convocado para cumplir su perfección simbólica, y el tapete es un jardín que
se mueve a través del espacio. De hecho, ¿era un parque, o más bien un tapete,
el jardín que describe el narrador de Las
mil y una noches? Vemos que todas las bellezas del mundo se conjuntan en
ese espejo. El jardín, desde la más remota Antigüedad es un lugar de utopía.
Quizás tenemos la impresión de que las novelas se sitúan fácilmente en
jardines; y es que, de hecho, las novelas nacieron sin duda de la institución
misma de los jardines: la actividad novelesca es una actividad de jardinería.
4.
CORTES SINGULARES DEL TIEMPO
Resulta que las heterotopías con frecuencia están ligadas a cortes
singulares del tiempo. Se emparientan, si ustedes quieren, con las
heterocronías. Por supuesto, el cementerio es el lugar de un tiempo que ya no
corre más. De manera general, en una sociedad como la nuestra se puede decir
que hay heterotopías que son las heterotopías del tiempo que se acumula al
infinito. Los museos, las bibliotecas, por ejemplo: en los siglos diecisiete
y dieciocho, los museos y las bibliotecas eran instituciones singulares dado
que eran las expresión del gusto de cada quién; por el contrario, la idea de
acumularlo todo, la idea de detener el tiempo de alguna manera, o más bien de
dejarlo depositar al infinito en un espacio privilegiado, de constituir el
archivo general de una cultura, la voluntad de encerrar en un lugar todos los
tiempos, todas las épocas, todas las formas y todos los gustos, la idea de
constituir un espacio de todos los tiempos, como si ese espacio pudiera estar
él mismo definitivamente fuera de todo tiempo, es una idea del todo moderna.
Los museos y las bibliotecas son heterotopías propias de nuestra cultura.
Hay, sin embargo, heterotopías que no están ligadas al tiempo según
la modalidad de la eternidad, sino según la modalidad de la fiesta;
heterotopías no eternizantes, sino crónicas. El teatro, por supuesto, y luego
las ferias, esos maravillosos emplazamientos vacíos en los bordes de las
ciudades que se pueblan una o dos veces al año con casuchas, puestos de
objetos heteróclitos, luchadores, mujeres-serpiente y echadoras de
buenaventura. La aparición de los campamentos de vacaciones es aun más
reciente en la historia de nuestra civilización: pienso sobre todo en eso
maravillosos pueblos polinesios que ofrecen, en la costa mediterránea, tres
pequeñas semanas de desnudez primitiva a los habitantes de nuestras ciudades.
Las palapas de Jerba se emparientan en cierto sentido con las bibliotecas y
los museos, puesto que son heterotopías de eternidad: y es que allí se invita
a los hombres a reanudar lazos con la más vieja tradición de la humanidad; y
al mismo tiempo esas palapas son la negación de toda biblioteca y de todo
museo, puesto que en vez de servir para acumular el tiempo, sirven al
contrario para borrarlo y volver a la desnudez, a la inocencia del primer
pecado. También, entre esas heterotopías de la fiesta, esas heterotopías
crónicas, existe, o más bien existía, la fiesta que ocurría todas las noches
en la casa de citas de otrora, esa fiesta que empezaba a las seis de la tarde
como en La fille Élisa.
Y finalmente, hay otras heterotopías que están ligadas no a la fiesta
sino al pasaje, a la transformación, a las labores de la regeneración. Eran,
durante el siglo diecinueve, los colegios y los cuarteles los que debían
hacer de los niños adultos, de los pueblerinos ciudadanos, lo mismo que
despabilar a los ingenuos. Hoy en día tenemos sobre todo las prisiones.
5.
SISTEMAS DE CIERRE Y APERTURA ESPECÍFICOS.
Por último, quisiera establecer el siguiente hecho en tanto quinto
principio de la heterotopología: las heterotopías tienen siempre un sistema
de apertura y cierre que las aísla del espacio que las rodea. En general, uno
no entra en una heterotopía como Pedro por su casa: o bien uno entra allí
porque se ve obligado a hacerlo, o bien uno lo hace cuando se ve sometido a
ritos, a una purificación. Hay incluso heterotopías dedicadas exclusivamente
a dicha purificación: purificación mitad religiosa, mitad higiénica, como en
el caso de los Hammams de los musulmanes; y también hay purificaciones que
parecen exclusivamente higiénicas, como los saunas de los escandinavos, pero
que conllevan una serie de valores religiosos o naturalistas.
Hay otras heterotopías, por el contrario, que no están cerradas en
relación al mundo exterior, pero que son pura y simple apertura; todo el
mundo puede entrar en ellas, pero, a decir verdad, una vez que se está
adentro, uno se da cuenta de que es una ilusión y de que se entró a ninguna
parte: la heterotopía es un lugar abierto, pero con la propiedad de
mantenerlo a uno afuera. Por ejemplo, en Sudamérica, en las casa del siglo dieciocho,
se disponía siempre al lado de la puerta de entrada, pero antes de la misma,
una pequeña habitación que daba directamente al mundo exterior y que estaba
destinada a los visitantes de paso. Es decir que cualquiera podía entrar en
esa habitación a cualquier hora del día y de la noche, descansar en ella,
hacer allí lo que le pareciera; podía partir al día siguiente sin ser visto
ni reconocido por nadie; pero, en la medida en la que esa habitación no daba
de ninguna manera a la casa misma, el individuo que en ella se hospedaba no
podía penetrar jamás en el interior del aposento familiar; esa habitación era
una especie de heterotopía completamente exterior. Podríamos comparar con esa
habitación a los moteles estadounidenses, a los que uno entra con su auto y
su amante, y en los que la sexualidad ilegal se encuentra al mismo tiempo
albergada y oculta, mantenida aparte, sin que por lo tanto se la deje al aire
libre.
Finalmente, existen las heterotopías que parecen abiertas, pero en
las que sólo entran verdaderamente los que ya han sido iniciados. Uno cree
acceder a lo más simple, a lo que está más fácilmente a disposición, siendo
que en realidad se está en el corazón del misterio. Es al menos de ese modo
que Aragon entraba en las casas de citas:
Todavía el día de hoy, no traspongo esos umbrales de excitabilidad
particular sin una cierta emoción de colegial; allí persigo el gran deseo
abstracto que a veces se desprende de algunas figuras que nunca amé. Un
fervor se despliega. Ni por un instante pienso en el aspecto social de esos
lugares; la expresión "casa de tolerancia" no puede ser pronunciada
con seriedad.
6.
IMPUGNACIONES DE LO REAL Y FUENTE DE IMAGINARIO
Es en este punto en donde indudablemente nos acercamos a lo más
esencial de las heterotopías. Éstas son una impugnación de todos los demás
espacios, que pueden ejercer de dos maneras: ya sea como esas casas de citas
de las que hablaba Aragon, creando una ilusión que denuncia al resto de la
realidad como si fuera ilusión, o bien, por el contrario, creando realmente
otro espacio real tan perfecto, meticuloso y arreglado cuanto el nuestro está
desordenado, mal dispuesto y confuso.
De este modo funcionaron durante algún tiempo, en el siglo dieciocho
sobre todo -al menos según lo proyectaban los hombres-, las colonias. Por
supuesto, como sabemos, las colonias tenían una gran utilidad económica; pero
había valores simbólicos que les estaban asociados y que, sin duda, se debían
al prestigio propio de las heterotopías. Así es como en los siglos diecisiete
y dieciocho las sociedades puritanas inglesas intentaron construir en América
sociedades absolutamente perfectas. Así es como, a finales del siglo
dieciocho y aún a principios del veinte, Lyautey y sus sucesores en las
colonias militares francesas soñaron con sociedades jerarquizadas y
militares.
Indudablemente la más extraordinaria de esas tentativas fue la de los
jesuitas en el Paraguay. En efecto, en Paraguay los jesuitas habían fundado
una colonia maravillosa en la que toda la vida estaba reglamentada, en la que
imperaba el régimen del comunismo más perfecto, dado que las tierras
pertenecían a todo el mundo, los reba-ños pertenecían a todo el mundo, y a
cada familia sólo se le atribuía un pequeño jardín. Las casas estaban
organizadas en filas regulares a lo largo de dos calles que hacían ángulo
recto; en la plaza central del pueblo estaban la iglesia, al fondo, y de un
lado el colegio y del otro la prisión. Los jesuitas reglamentaban
meticulosamente de la noche a la mañana y desde la mañana hasta la noche la
vida entera de los colonos. El Ángelus sonaba a las cinco de la mañana para
el despertar, después marcaba el inicio del trabajo, luego la campana llamaba
al mediodía a la gente, hombres y mujeres que habían trabajado en el campo, a
las seis de la tarde se reunían para cenar, y a la medianoche la campana
sonaba nuevamente para aquello que llamaban el despertar conyugal, puesto que
a los jesuitas les importaba mucho que los colonos se reprodujeran, debido a
lo cual todas las noches tocaban alegremente la campana para que la población
pudiera proliferar. Y lo hizo, por lo demás, porque de ciento treinta mil que
había al principio de la colonización jesuita, los indios pasaron a ser
cuatrocientos mil a mediados del siglo dieciocho. Éste era un ejemplo de una
sociedad completamente cerrada sobre sí misma, y que no estaba ligada al
resto del mundo más que por el comercio y las ganancias considerables que
obtenía
Con la colonia, tenemos una heterotopía que tiene la suficiente
ingenuidad como para querer realizar una ilusión. Con la casa de citas, por
el contrario, tenemos una heterotopía lo bastante sutil o hábil como para
querer disipar la realidad con la pura fuerza de las ilusiones. Y si pensamos
que el barco, el gran barco del siglo diecinueve es un pedazo de espacio
flotante, un lugar sin lugar, que vive por sí mismo, cerrado sobre sí, libre
en cierto sentido, pero abandonado fatalmente al infinito del mar, y que de
puerto en puerto, de barrio de chicas en barrio de chicas, de navegación en
navegación va hasta las colonias buscando lo más precioso que éstas
resguardan de esos jardines orientales de los que hablábamos hace un rato,
comprendemos por qué el barco ha sido para nuestra civilización, al menos
desde el siglo dieciséis, al mismo tiempo el más grande instrumento económico
y nuestra más grande reserva de imaginación. El navío es la heterotopía por
excelencia. Las civilizaciones sin barcos son como los niños cuyos padres no
tienen una gran cama sobre la cual jugar; sus sueños se agotan, el espionaje
reemplaza a la aventura, y la fealdad de la policía reemplaza a la belleza
llena de sol de los corsarios.
Notas
(1)Utopies
et hétérotopies, cd Rom. Paris, INA, 2004
(2) "Des espaces autres"
(conferencia dictada en el Cercle d'études architecturales, 14 de marzo de
1967), Architecture, Mouvement, Continuité, no. 5, octubre 1984, pp. 46-49;
también en Dits et écrits, II, Paris, Gallimard, Col. Quarto, pp. 1571-1581.
(3) En
francés, jardins
d'hiver, literalmente "jardines de
invierno". n. del t.
El CUERPO UTÓPICO
1.
"MI CUERPO, IMPLACABLE TOPÍA"
Desde que abro los ojos, me es imposible escapar a ese lugar que
dulce, ansiosamente, Proust habita en cada despertar. Y no es porque a causa
de él me encuentre anclado en donde estoy, pues, después de todo, no sólo
puedo moverme y removerme, sino que también puedo removerlo a él, moverlo,
cambiarlo de lugar. Pero he aquí que no puedo desplazarme sin él; no puedo
dejarlo allí donde está para yo irme por otro lado. Puedo ir al fin del
mundo, puedo esconderme por la mañana bajo las cobijas, hacerme tan pequeño
como me sea posible, puedo dejarme derretir bajo el sol en la playa: él
siempre estará allí donde yo estoy; siempre está irremediablemente aquí,
jamás en otro lado. Mi cuerpo es lo contrario de una utopía: es aquello que
nunca acontece bajo otro cielo. Es el lugar absoluto, el pequeño fragmento de
espacio con el cual me hago, estrictamente, cuerpo. Mi cuerpo, implacable
topía.
2.
LAS UTOPÍAS QUE BORRAN EL CUERPO
¿Y si por casualidad viviera yo en una especie de familiaridad
desgastada, como con una sombra, como con esas cosas de todos los días que
finalmente ya no veo y que la vida ha tornado en grisallas? ¿Como con esas
chimeneas, esos techos que se aborregan cada noche frente a mi ventana pero
que cada mañana son la misma presencia, la misma herida...? Frente a mis ojos
se dibuja la imagen inevitable que impone el espejo: cara demacrada, hombros
curveados, mirada miope, ya sin cabello, verdaderamente nada guapo. Y es en
esa ruin cáscara que es mi cabeza, en esa caja que no me gusta que tendré que
mostrarme y pasearme; a través de esa rejilla que habrá que hablar, mirar,
ser mirado; bajo esa piel, encenegarse. Mi cuerpo es el lugar al que estoy
condenado sin recurso.
Yo creo que, después de todo, es contra él y como para borrarlo que
se concibieron todas esas utopías. El prestigio de la utopía, su belleza, la
maravilla de la utopía, ¿a qué se deben? La utopía es un lugar fuera de todo
lugar, pero es un lugar en donde habré de tener un cuerpo sin cuerpo; un
cuerpo que será bello, límpido, transparente, luminoso, veloz, de una
potencia colosal, con duración infinita, desatado, protegido, siempre
transfigurado. Y es muy probable que la utopía primera, aquella que es más
difícil de desarraigar del corazón de los hombres sea precisamente la utopía
de un cuerpo incorporal. El país de las hadas, el país de los duendes, de los
genios, de los magos, pues bien, es el país en el que los cuerpos se
transportan tan rápido como la luz, es el país maravilloso en el que las
heridas se curan instantáneamente con un bálsamo maravilloso; el país en el
que uno puede caer desde una montaña y levantarse vivo; es el país en el que
uno es invisible cuando quiere, y visible cuando así lo desea. Si existe un
país maravilloso es, claro está, para que en él yo sea príncipe azul, y que
todos los lindos gomosos se vuelvan feos y peludos como puercoespines.
También hay una utopía diseñada para borrar al cuerpo. Y esa utopía
es el país de los muertos; son las grandes ciudades utópicas que nos legó la
civilización egipcia. Las momias, después de todo, ¿qué son? Pues bien, son
la utopía del cuerpo negado y transfigurado; la momia es el gran cuerpo
utópico que persiste a través del tiempo. Están también las máscaras de oro
que la civilización micénica ponía sobre el rostro de los reyes difuntos:
utopías de sus cuerpos gloriosos, solares, terror de los ejércitos. Están las
pinturas y las esculturas de las tumbas, las estatuas de las iglesias que
después de
Pero probablemente sea el gran mito del alma el que desde lo más
lejano de la historia occidental nos ha proporcionado la más obstinada, la
más potente de esas utopías mediante las cuales borramos la triste topología
del cuerpo. El alma funciona en mi cuerpo de una manera verdaderamente
maravillosa: está albergada en él, por supuesto, pero sabe bien cómo
escaparse; y se escapa para ver las cosas a través de la ventana de mis ojos;
se escapa para soñar cuando duermo, para sobrevivir cuando muero. Mi alma es
bella, es pura, es blanca. Y si mi cuerpo lodoso, en todo caso nada bello,
llegara a ensuciarla, sin duda habrá una virtud, alguna potencia, habrá mil
gestos sagrados que la reestablecerán en su pureza primigenia. Durará mucho
tiempo, mi alma, y más que mucho tiempo, cuando mi viejo cuerpo se vaya a
pudrir. ¡Viva mi alma! Es mi cuerpo luminoso, purificado, virtuoso, ágil,
móvil, tibio, fresco, es mi cuerpo liso, castrado, redondo como una burbuja
de jabón.
Y así es como mi cuerpo, en virtud de todas esas utopías, ha
desaparecido. Desapareció como la flama de una vela a la que se le sopla. El
alma, las tumbas, los genios y las hadas han echado mano sobre él, lo han
hecho desaparecer en un parpadeo, han soplado sobre su pesantez, su fealdad,
y me lo han restituido deslumbrante y eterno.
3.
EL CUERPO Y SUS RECURSOS PROPIOS DE FANTASÍA
Pero, a decir verdad, mi cuerpo no se deja reducir tan fácilmente.
Después de todo, él tiene sus propios recursos de fantasía: también posee
lugares sin lugar, y lugares más profundos, aun más obstinados que el alma,
que la tumba, que los encantamientos de los magos; tiene sus sótanos y sus
graneros, sus superficies luminosas. Mi cabeza, por ejemplo: ¡qué extraña
caverna abierta hacia el mundo exterior por dos ventanas, dos aperturas! -de
eso estoy seguro puesto que las veo en el espejo, y además puedo cerrar una u
otra separadamente-; y sin embargo, no hay dos ventanas sino sólo una, puesto
que frente a mí veo un paisaje único, continuo, sin barreras ni separaciones.
Y ¿cómo es que suceden las cosas en esa cabeza? Pues bien, las cosas vienen a
acomodarse en ella; entran en ella, y de eso estoy seguro, puesto que cuando
el sol es demasiado fuerte me deslumbra, va a desgarrar el fondo de mi
cerebro. Y no obstante, esas cosas que entran en mi cabeza permanecen
claramente en su exterior, dado que las veo delante de mí, y para alcanzarlas
debo, por mi parte, avanzar.
Cuerpo incomprensible, cuerpo penetrable y opaco, cuerpo abierto y
cerrado, cuerpo utópico. Cuerpo en cierto sentido absolutamente visible: sé
muy bien lo que es ser escrutado por alguien de la cabeza a los pies, sé lo
que es ser espiado por detrás, vigilado por encima del hombro, sorprendido
cuando menos me lo espero, sé lo que es estar desnudo. Y sin embargo, ese
cuerpo que resulta tan visible me es retirado, está atrapado en una especie
de invisibilidad de la que jamás podré separarlo: este cráneo, esta espalda
que apoyo y a la que el colchón resiste, que apoyo en el diván cuando estoy
acostado, pero que no puedo sorprender más que a través del ardid del
espejo... ¿qué es esta espalda cuyos movimientos y posiciones conozco
perfectamente, pero que no puedo ver sin contorsionarme horriblemente? El
cuerpo, fantasma que sólo aparece en los espejismos del espejo, y además de
manera fragmentaria. ¿De verdad tengo necesidad de los genios y de las hadas,
de la muerte y del alma para ser a la vez e indisociablemente visible e
invisible? Y además, este cuerpo es ligero, transparente, imponderable; nada
más alejado de una cosa que él, que corre, actúa, vive, desea, se deja
atravesar sin resistencia por todas mis intenciones. Ciertamente, pero sólo
hasta el día en el que algo me duele, en el que se ensancha la caverna de mi
vientre, en el que mi pecho y mi garganta se bloquean o se atascan o se
llenan de topos, hasta el día en el que estalla en mi boca el dolor de
muelas; entonces, ahí sí, dejo de ser ligero, imponderable, etc., y me vuelvo
cosa, arquitectura fantástica y ruinosa. No, verdaderamente, no hay necesidad
de magia ni de encantamiento, no hay necesidad ni de un alma ni de una muerte
para que yo sea a la vez opaco y transparente, visible e invisible, vida y
cosa; para que yo sea un utopía, basta que sea un cuerpo.
Todas esas utopías mediante las cuales esquivaba mi cuerpo, pues
bien, simplemente tenían por modelo y punto primero de aplicación, tenían su
lugar de origen en mi cuerpo mismo. Estaba muy equivocado anteriormente al
decir que las utopías estaban dirigidas contra el cuerpo y destinadas a
borrarlo: las utopías nacieron del cuerpo mismo y se voltearon después contra
él.
4.
EL CUERPO, ACTOR PRINCIPAL DE TODAS LAS UTOPÍAS
En todo caso, hay algo seguro: el cuerpo humano es el actor principal
de todas las utopías. Después de todo, una de las más viejas utopías que los
hombres se hayan contado a sí mismos, ¿acaso no es el sueño de los cuerpos
inmensos, desmesurados, que devoran el espacio y dominan el mundo? Es la
vieja utopía de los gigantes que encontramos en el corazón de tantas leyendas
en Europa, África, Oceanía, Asia; esa vieja leyenda que durante tanto tiempo
ha alimentado la imaginación occidental, de Prometeo a Gulliver.
El cuerpo también es un gran actor utópico cuando se trata de
máscaras, del maquillaje y de los tatuajes. Enmascararse, tatuarse, no es,
como podríamos imaginarlo, adquirir otro cuerpo, simplemente un poco más
hermoso, mejor decorado, o que se reconoce con mayor facilidad; tatuarse,
maquillarse, enmascararse, es sin duda otra cosa: es hacer entrar al cuerpo
en comunicación con poderes secretos y fuerzas invisibles. La máscara, el
signo tatuado, el afeite, depositan sobre el cuerpo todo un lenguaje, todo un
lenguaje enigmático, todo un lenguaje cifrado, secreto, sagrado, que invoca
sobre ese mismo cuerpo la violencia del dios, la potencia sorda de lo sagrado
o la vivacidad del deseo. La máscara, el tatuaje, el afeite sitúan al cuerpo
en otro espacio, lo hacen entrar en un lugar que no tiene ningún lugar
directamente en el mundo; hacen de ese cuerpo un fragmento de espacio
imaginario que se va a comunicar con el universo de las divinidades o con el
universo de los demás. Uno será poseído por los dioses, poseído por la
persona que acaba de seducir. En todo caso, la máscara, el tatuaje, el
afeite, son operaciones mediante las cuales el cuerpo es arrancado de su
espacio propio y proyectado en otro espacio.
Escuchen por ejemplo este cuento japonés, y la manera en la que un
artista del tatuaje hace que la joven mujer que desea transite hacia otro
universo que no es el nuestro:
El sol lanzaba sus rayos como dardos sobre el río e incendiaba la
habitación de los siete tapetes. Sus rayos, reflejados en la superficie del
agua, imprimían sobre el papel de los biombos, y también sobre el rostro de
la muchacha profundamente dormida, un dibujo de olas doradas. Zeikishi,
después de haber jalado los canceles, tomó sus instrumentos de tatuaje.
Durante algunos instantes, permaneció abismado en una especie de éxtasis. No
era sino entonces que saboreaba la extraña belleza de la joven muchacha. Le
parecía que podía permanecer sentado frente a ese rostro inmóvil durante
decenas y centenas de años sin jamás sentir fatiga o aburrimiento alguno. Del
mismo modo que otrora el pueblo de Menfis embellecía la magnífica tierra de
Egipto con pirámides y esfinges, Zeikishi deseaba embellecer amorosamente con
su dibujo la fresca piel de la joven muchacha. Le aplicó la punta de sus
pinceles de colores que sostenía entre el pulgar, el anular y el meñique de
la mano izquierda, y a medida que las líneas se dibujaban las picaba con su
aguja, que sostenía con la mano derecha.
Y si pensamos que el vestido profano o sagrado, religioso o civil,
hace entrar al individuo en el espacio cerrado de lo religioso o en la red
invisible de la sociedad, entonces vemos que todo aquello que es relativo al
cuerpo, dibujo, color, diadema, tiara, vestimenta, uniforme, todo eso hace
florecer de una forma sensible y abigarrada las utopías que están selladas en
el cuerpo. Pero quizás habría que ir más abajo del vestido; quizás habría que
alcanzar la carne misma, y entonces veríamos que en ciertos casos,
prácticamente es el cuerpo mismo quien voltea contra sí su poder utópico y
hace que todo el espacio de lo religioso y lo sagrado, todo el espacio del
otro mundo, todo el espacio del contramundo, entre en el espacio que le está
reservado. Entonces el cuerpo, en su materialidad, en su carnalidad, sería
como el producto de sus propios fantasmas. Después de todo, ¿acaso el cuerpo
del bailarín no se encuentra precisamente dilatado según un espacio que le es
a la vez interior y exterior? ¿Y los que están drogados también? ¿Y los
poseídos, cuyo cuerpo deviene infierno, cuyo cuerpo deviene sufrimiento,
redención, paraíso sangriento? Fui verdaderamente torpe, hace un rato, al
creer que el cuerpo nunca estaba en otra parte, que era un aquí y que se
oponía a toda utopía.
Mi cuerpo, de hecho, está siempre en otra parte, vinculado con todos
los allá que hay en el mundo; y, a decir
verdad, está en otro lugar que no es precisamente el mundo, pues es alrededor
de él que están dispuestas las cosas; es en relación a él, como si se tratara
de un soberano, que hay un arriba, un abajo, una derecha, una izquierda, un
delante, un detrás, un cerca y un lejos: el cuerpo es el punto cero del
mundo, allí donde los caminos y los espacios se encuentran. El cuerpo no está
en ninguna parte: está en el corazón del mundo, en ese pequeño núcleo utópico
a partir del cual sueño, hablo, avanzo, percibo las cosas en su lugar, y
también las niego en virtud del poder indefinido de las utopías que imagino.
Mi cuerpo es como
Después de todo, los niños tardan mucho tiempo en llegar a saber que
tienen un cuerpo. Durante meses, durante más de un año, no tienen más que un
cuerpo disperso, miembros, cavidades, orificios, y todo ello sólo se
organiza, literalmente toma cuerpo, en la imagen del espejo. De manera aun
más extraña, los griegos de Homero no tenían palabra alguna para designar la
unidad del cuerpo. Por paradójico que parezca, frente a Troya, bajo los muros
resguardados por Héctor y sus compañeros, no había cuerpos: había brazos
levantados, pechos valerosos, piernas ágiles, cascos relucientes sobre las
cabezas, no cuerpos. La palabra griega que quiere decir cuerpo sólo aparece
en Homero para designar el cadáver.
Consecuentemente, son ese mismo cadáver y el espejo los que nos
enseñan, o en todo caso los que respectivamente enseñaron a los griegos y
enseñan a los niños ahora que tenemos un cuerpo, que ese cuerpo tiene una
forma, que esa forma tiene un contorno, que en ese contorno hay espesor, un
peso, en resumen que el cuerpo ocupa un lugar. Son el espejo y el cadáver los
que asignan un espacio a la experiencia profunda y originariamente utópica
del cuerpo; son el espejo y el cadáver los que acallan, apaciguan y encierran
dentro de un ámbito oculto para nosotros esa gran rabia utópica que
desvencija y volatiliza nuestro cuerpo a cada instante. Es gracias a ellos,
gracias al espejo y al cadáver que nuestro cuerpo no es pura y simple utopía.
Ahora que si pensamos que la imagen del espejo se halla en un lugar
inaccesible para nosotros, y que nunca podremos estar allí donde está nuestro
cadáver; si pensamos que el espejo y el cadáver están ellos mismos en una lejanía
inexpugnable, entonces descubrimos que la utopía profunda y soberana de
nuestro cuerpo sólo puede estar oculta y ser clausurada mediante otras
utopías.
Quizás valdría decir que hacer el amor implica sentir que el cuerpo
propio se cierra sobre sí mismo, que por fin se existe fuera de toda utopía
con toda la densidad de uno entre las manos del otro: bajo los dedos del otro
que te recorren, tu cuerpo adquiere una existencia; contra los labios del
otro tus labios devienen sensibles; delante de sus ojos entrecerrados nuestro
rostro adquiere una certidumbre y hay, por fin, una mirada para ver tus
pupilas cerradas. Al igual que el espejo y que la muerte, el amor también
apacigua la utopía de tu cuerpo, la acalla, la calma, la encierra en algo así
como una caja que después sella y clausura; es por eso que el amor es tan
cercano pariente de la ilusión del espejo y de la amenaza de la muerte. Y, si
a pesar de esas dos peligrosas figuras, nos gusta tanto hacer el amor, es
porque cuando se hace el amor el cuerpo está
aquí.
Nota y traducción de Rodrígo
García
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En esta perspectiva, este sitio es una instancia de socialización de mis trabajos personales, pero también de articulación de intereses y trabajos que en paralelo y desde distintas disciplinas se gesten en torno a los campos temáticos indicados. Estudios que, más allá de su naturaleza puntual, sean capaces de interactuar con enfoques teóricos diversos, construyendo un espacio crítico y simbólico que tensione las fronteras de los campos disciplinarios y de estudio, en tanto lugares de conflicto y desborde de los signos y del sentido del saber. En este sentido, en este espacio asumo las múltiples condicionantes políticas y sociales presentes en los diversos campos involucrados en el entramado de mis investigaciones: la ciudad y cultura urbana, la teoría crítica y los procesos de modernización contemporáneos, dentro del amplio contexto de la realidad latinoamericana.
Los objetivos trazados en este trabajo teórico son:
1- Revisar, analizar y discutir las principales corrientes de pensamiento crítico contemporáneo, dentro del contexto generado por el impacto global de la hegemonía neoliberal en el ámbito del conocimiento y la cultura latinoamericana.
2- Reflexionar e investigar los procesos de construcción simbólica y material que ocurren en el espacio urbano latinoamericano, con especial énfasis en los procesos de reconfiguración de la ciudad del sur de Chile y las condicionantes políticas, sociales y culturales que estos procesos encierran.
3- Abordar transdiciplinariamente la cultura latinoamericana contemporánea en sus diversas dinámicas contingentes dentro de los campos –por ejemplo- del arte, la literatura, la política y el mercado, en el contexto de las problemáticas de la subjetividad, el poder y la representación.
Finalmente, el conjunto de iniciativas que se movilizan en este espacio, constituyen un ejercicio que se hace desde una construcción colectiva del conocimiento y desde la negativa a renunciar a aportar -desde lo teórico-, a la transformación de las condiciones de vida de la sociedad contemporánea.