sábado, 3 de diciembre de 2011

EL SUBALTERNO Y LOS LÍMITES DEL SABER ACADÉMICO*

John Beverley




Jacques Lacan contó la siguiente historia en uno de sus famosos seminarios en París:

Tenía yo entonces unos veinte años –época en la cual, joven intelectual, no tenía otra inquietud, por supuesto, que la de salir fuera, la de sumergirme en alguna práctica directa, rural, cazadora, marina incluso. Un día, estaba en un pequeño barco con una pocas personas que eran miembros de una familia de pescadores de un pequeño puerto. En aquel momento, nuestra Bretaña aún no había alcanzado la etapa de la gran industria, ni el barco pesquero, y el pescador pescaba en su embarcación frágil, por su cuenta y riesgos. A mí me gustaba compartirlos, aunque no todo era riesgo, había también días de buen tiempo. Así que un día, cuando esperábamos el momento de retirar las redes, un tal Petit-Jean, como lo llamábamos –al igual que toda su familia, desapareció muy pronto por culpa de la tuberculosis, que era en esa época la enfermedad ambiental que cruzaba a toda esa capa social- me enseñó algo que estaba flotando en la superficie de las olas. Se trataba de un pequeña lata, más precisamente, de una lata de sardinas. Flotaba bajo el sol, testimonio de la industria de conservas que, por lo demás, nos tocaba abastecer. Resplandecía bajo el sol. Y Petit-Jean me dice -¿Ves la lata? ¿La ves? Pues bien, ¡ella no te ve!
Le divirtió mucho esta observación –a mi menos. Me pregunté ¿por qué? Es una pregunta interesante. La moral de este breve cuento, tal como acaba de surgir del ingenio de mi compañero, el hecho que le pareciera tan gracioso, y a mi no tanto, se debe a que si se me narra un cuento como ese es porque, al fin y al cabo, en ese momento –tal como yo aparecía a esa gente que se ganaba el pan a costa de su esfuerzo, enfrentándose a lo que para ellos era una naturaleza inclemente- yo constituía una imagen bastante inenarrable. Para decirlo claramente, yo estaba fuera de lugar en el cuadro. Y porque me daba cuanta de ello, el que me interpelasen así, en esa cómica e irónica manera, no me hacía mucha gracia .

Estoy usando la figura de Lacan aquí para ilustrar al sujeto amo del saber –el “sujeto supuesto saber”. Lacan contó esta “pequeña historia” para ilustrar su teoría de la relación entre el sujeto y el campo visual (forma parte de sus lecturas sobre la mirada y el objeto petit a). Pero ésta es también una historia sobre subalternidad y representación –en este caso, sobre cómo el sujeto subalterno se representa al sujeto dominante, y en el proceso lo descoloca, mediante una negación o un desplazamiento: “yo estaba fuera de lugar en el cuadro”.
En la sucinta definición de Ranajit Guha, lo subalterno es “un nombre para el atributo general de la subordinación... ya sea que ésta esté expresada en términos de clase, casta, edad, género y oficio o de cualquier otra forma” . Seguramente, se puede entender que “de cualquier otra forma” incluye la distinción entre educado y no (o parcialmente) educado que el aprendizaje en la academia o el saber profesional confiere. Esto es lo que Lacan expresa, desde el otro lado de la fisura subalterno/dominante, cuando nos dice que, como joven intelectual, quería “ver algo diferente” –en efecto, intercambiar la posición del amo, ajeno al mundo del trabajo y su materialidad, por la posición del esclavo.
Para Guha, como para Lacan, la categoría que define la identidad o “voluntad” del subalterno es la negación. El epígrafe de Guha a su libro fundamental Elementary Aspects of Peasant Insurgency, es un pasaje en sánscrito sacado de las escrituras budistas:

(Buda a Assalayana, su discípulo): ¿Qué piensas sobre esto, Assalayana? ¿Has escuchado que en Yona y Camboya y otras janapadas (poblados) hay sólo dos varnas (castas), el amo y el esclavo, y que habiendo sido un amo se deviene un esclavo; habiendo sido un esclavo se deviene un amo? .

Para acceder al campesino rebelde como un sujeto de la historia se requiere, según Guha, una correspondiente inversión epistemológica: “La documentación sobre la insurgencia en sí misma, debe ser invertida para reconstituir el proyecto insurgente como una inversión del mundo” . El problema es que los hechos empíricos de esas rebeliones son capturados en el lenguaje y las correspondientes pautas culturales de la élite –pautas, tanto la nativa como la colonial- contra las cuales las rebeliones precisamente se dirigían. Tal dependencia, argumenta Guha, constituye un sesgo que dificulta la construcción de la historiografía colonial y post-colonial, en favor del archivo escrito y las clases dominantes y sus agentes, cuyo estatus es parcialmente posibilitado por su dominio de la alfabetización y la escritura. Este sesgo, evidente incluso en formas de historiografía empáticas con los insurgentes, “excluye al insurgente como un sujeto consciente de su propia historia y los incorpora sólo como elemento contingente a otra historia y con otros sujetos” . Por lo tanto, “el fenómeno histórico de la insurgencia es visto por primera vez como una imagen enmarcada en la prosa, de allí la perspectiva de la contra-insurgencia... inscrita en el discurso de la élite, tiene que ser leída como una escritura en reversa” . (El cuento de Lacan es sobre una manera de mirar en reversa).
Guha entiende por “prosa... de la contrainsurgencia” no sólo la información contenida en el archivo colonial del siglo XIX, sino también el uso, incluyendo el uso en el presente, de ese archivo para construir los discursos burocráticos y académicos (históricos, etnográficos, literarios y otros) que pretenden representar estas insurgencias y ubicarlas en una narrativa teleológica de formación del Estado. Guha está preocupado con la manera en la que “el sentido de la historia [es] convertido en un elemento de cuidado administrativo” en estas narrativas. En tanto que el subalterno es conceptualizado y entendido, en primer lugar, como algo que carece de poder de (auto) representación, “por hacer de la seguridad del Estado la problemática central de las insurrecciones campesinas”, estas narrativas (de perfeccionamiento del Estado, de ilegalidad, de transición entre etapas histórica, de modernización) necesariamente le niegan al campesino rebelde el “reconocimiento como sujeto de la historia y su propio derecho a un proyecto histórico que era totalmente suyo” .
El proyecto de Guha es recuperar o re-presentar al subalterno como un sujeto histórico –“una entidad cuya voluntad y razón constituye una praxis llamada rebelión”- desde el revoltijo de la documentación y los discursos historiográficos que le niegan el poder de agencia. En ese sentido, como observa Edward Said en su presentación del trabajo del Grupo de Estudios Subalternos sudasiático, este trabajo representa una continuación historiográfica de la insurgencia . Pero esta observación implica que los estudios subalternos no pueden ser, simplemente, un discurso “sobre” el subalterno. Pues, ¿cuál sería el interés, después de todo, de representar al subalterno como subalterno? Ni tampoco los estudios subalternos tratan solamente sobre los campesinos o el pasado histórico. Surgen y se desarrollan como una práctica académica en un marco contemporáneo en el que la globalización está produciendo nuevos patrones de dominación y explotación, y fortaleciendo otros anteriores. Responden a las presiones sobre la universidad, la investigación y las políticas institucionales para producir los saberes apropiados a la tarea de comprender y administrar mejor una trasnacional y heterogénea clase trabajadora. Entonces, los estudios subalternos no son sólo nuevas formas de producción de conocimiento académico; deben ser también formas de intervenir políticamente en esa producción, desde la perspectiva del subalterno.
Hay un pasaje en el ensayo autobiográfico del escritor chicano norteamericano Richard Rodriguez Hunger of Memory (hambre de memoria) que re-narra la historia de Lacan, desde el otro lado, el lado en que el sujeto dominante se hace conciente como tal, en un proceso de diferenciación y fisuramiento con respecto al subalterno. Este pasaje captura elocuentemente como el saber académico está implicado en la construcción social de la subalternidad y, viceversa, como la emergencia del subalterno en la hegemonía altera ese saber. Hunger of Memory cuenta la historia del aprendizaje de Richard Rodriguez como un estudiante Chicano de pre-grado de literatura inglesa, primero en Stanford y luego, como estudiante de post-grado en Berkeley, proceso que le dio la oportunidad de trascender su acervo familiar parroquial (en su visión) de clase trabajadora, hispanohablante. Volviendo desde la universidad a su viejo vecindario, en la ciudad de Sacramento en California, para trabajar el verano, Rodriguez observa (en inglés) de sus compañeros de trabajo:

El salario que esos mexicanos recibían por su trabajo era sólo una muestra de su condición desventajosa. Su silencio era más decidor. Ellos carecían de identidad pública. Se mantenían profundamente ajenos... su silencio permanece conmigo. Yo he usado estas palabras para describir su impacto. Sólo el silencio. Algo extraño hay en esto. Su complacencia, vulnerabilidad, su pathos. Cuando escuchaba su camión salir, sentía escalofríos, mi cara cubierta de sudor. Finalmente había estado frente a frente con los pobres .

Lo que Rodriguez entiende por los pobres es, por supuesto, lo que Guha entiende por el subalterno. De hecho, no conozco una descripción más exacta de la producción de la identidad del subalterno, como “antítesis necesaria” (la frase es de Guha) de un sujeto dominante, que este breve pasaje, construido sobre una conceptualización binaria de fluidez oral-poder versus mutismo-subalternidad, el cual, en la medida en que está escrito, también se representa performativamente. Aunque no sin conflictos y pérdidas irremediables, que sus admiradores conservadores tienden a soslayar, Hunger of Memory es, finalmente, una celebración de la universidad, del curriculum tradicional y humanista en literatura y de las destrezas de la escritura en inglés en particular, que le dan a un “niño en ?desventaja social’ ” por su origen hispano en Estados Unidos, como Rodriguez se describe a sí mismo, un sentido subjetivo y de emprendimiento personal .
Por contraste, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, que es también un texto autobiográfico sobre las negociaciones de estatus entre subalternos y la élite en las Américas, comienza por un rechazo estratégico tanto de la cultura del libro, como del concepto liberal de la autoridad de la experiencia personal que la literatura puede engendrar: “Mi nombre es Rigoberta Menchú. Tengo 23 años. Este es mi testimonio. Yo no lo aprendí de un libro, tampoco lo aprendí sola” . Lo que Hunger of Memory y Me llamo Rigoberta Menchú... comparten, junto con ser narrativas autobiográficas de cómo un sujeto subalterno “adquiere poder”, por así decirlo, es una conexión fortuita con la Universidad de Stanford, una de las más prestigiosas en Estados Unidos. La decisión de incluir Me llamo Rigoberta Menchú en una de las clases de Cultura Occidental para los estudiantes de pre-grado de Stanford, fue decisivo para el debate público sobre multiculturalismo durante la era de Reagan, con la muy publicitada intervención de Dinesh D´Souza, con su bestseller IIliberal Education (Educación iliberal), y el entonces secretario de educación norteamericano, William Bennett. El debate no fue tanto sobre el uso de Me llamo Rigoberta Menchú como un documento del mundo del subalterno –la cultura occidental siempre ha dependido de reportes sobre y desde lo subalterno, sino sobre el hecho de poner este texto en el centro de un conjunto de lecturas requeridas de los estudiantes de una universidad cuya función primaria es la de reproducir las élites locales, nacionales y trasnacionales .
Cuando Gayatri Spivak reclamó que el subalterno no puede hablar, ella trataba de decir que el subalterno no puede hablar en una manera que conlleve cualquier forma de autoridad o sentido para nosotros, sin alterar las relaciones de poder/saber que lo constituyen como subalterno. Richard Rodriguez puede hablar (o escribir), en otras palabras, pero no como subalterno, no como Ricardo Rodríguez y, a pesar de que Estados Unidos es hoy el tercer país de habla hispana en el mundo, no en español. El “silencio” del subalterno, su aquiescencia o “vulnerabilidad” en la imagen de Rodriguez, es así sólo desde la perspectiva de la élite -estatus que él cree haber alcanzado-. Para decirlo con palabras de Spivak: “la práctica subalterna norma a la historiografía oficial” . Los pobres también tienen vidas, personalidades, narrativas, mapas cognitivos. Su silencio frente a Rodriguez es estratégico: ellos no confían en él, a pesar de su condición de mestizo, él no es uno de ellos; es un letrado – una palabra que implica connotaciones negativas asociadas con un agente del Estado o un miembro de la clase dominante . Si sus narrativas pudieran ser textualizadas para nosotros, ellas se asemejarían a Me llamo Rigoberta Menchú. Y si es que estos textos fueran admitidos en la hegemonía –por ejemplo, requeridos en la lista de lecturas de un curriculum de las humanidades en alguna universidad de la élite- esto complicaría las reivindicaciones de Rodriguez acerca de la diferencia y la autoridad, reivindicaciones basadas precisamente en su dominio de los códigos de la cultura occidental, que él aprendió como estudiante de literatura inglesa en Stanford y Berkeley.
Más aún, no es del todo claro que Rodriguez mismo pueda, o quiera borrar todas las marcas de subalternidad de su propia identidad. Henry Staten ha notado, en una incisiva re-lectura de Hunger of Memory, que:

A pesar de su ideológicamente familiar distinción de los pobres, a pesar de su metafísica trascendental, Richard siente una profunda conexión con los mexicanos percibidos de manera más abyecta y desea hacer contacto con ellos... En parte, estos sentimientos constituyen el “parroquianismo de clase media” contra el cual él mismo nos advierte (Hunger 6): un romance cultural interclase en el cual la burguesía anhela la corporeidad e inmediatez de los trabajadores. Pero en el caso de Richard es mucho más que eso, al menos por dos razones: primero, porque él comparte el fenotipo de los trabajadores y, segundo, porque su padre, aunque “blanco” e identificado con la burguesía, habla inglés precariamente, tiene las manos callosas por el trabajo y ha sido humillado en la vida por ser subalterno (Hunger 119-20) -como los mexicanos de piel morena que Richard retrata. La identidad de Richard está escindida con relación a su padre, quién por un lado, representa la persona que le permite a Richard ser diferente de los pobres y, por otro lado, representa a los pobres desde los cuales Richard es diferente .

La subalternidad es una identidad relacional más que ontológica –es decir, se trata de una identidad (o identidades) contingente y sobredeterminada. Rodriguex no puede escapar de esa contingencia; en eso, según el argumento de Staten, consiste su perpetua frustración melancólica.
En cierto sentido, la idea de “estudiar” al subalterno es catacrética o auto-contradictoria. Aún cuando sus prácticas constituyen una forma de discurso académico elitista, Guha y los miembros del Grupo de Estudios Subalternos Sudasiático tienen un agudo sentido de los límites impuestos por el hecho inevitable que ese discurso y las instituciones que lo contienen, tales como la universidad, la historia escrita, la “teoría” y la literatura, son en sí mismos, cómplices de la producción social de subalternidad. Los estudios subalternos deben, entonces, enfrentar e incorporar la resistencia al saber académico que Menchú expresa en las palabras finales de su testimonio: “Sigo ocultando lo que yo considero que nadie lo sabe, ni siquiera un antropólogo, ni un intelectual, por más que tenga muchos libros, no saben distinguir todos nuestros secretos” .
¿Cuáles son, entonces, las implicancias de los estudios subalternos para el saber académico y la pedagogía? Mi propia respuesta en este libro es ambigua. Creo que hay una tensión al interior de los estudios subalternos entre la necesidad de desarrollar nuevas formas de pedagogía y práctica académica –en historia, en crítica literaria, en antropología, en ciencia política, en filosofía, en educación- y la necesidad de desarrollar una crítica del saber académico como tal. Por un lado, los estudios subalternos se ofrecen como un instrumental conceptual para recuperar y registrar la presencia subalterna tanto históricamente, como en las sociedades contemporáneas. El fracaso de ciertas formas de pensamiento asociadas con la idea de modernidad tiene que ver –en términos generales- con su incapacidad de representar adecuadamente al subalterno (el fracaso de la estrategia norteamericana en la guerra de Vietnam –una estrategia diseñada en la academia, en momentos de alta expansión de la educación superior- hacía evidente los traumáticos problemas causados por la incomprensión o tergiversación de las clases o grupos subalternos, por parte de las disciplinas y metodologías académicas). En Estados Unidos, nosotros estamos desconectados del subalterno en virtud a un doble elitismo -el de la academia, y el de la academia metropolitana. Pero ahora contamos con un “lente” –los estudios subalternos- que nos permite “ver” este fenómeno. Ya no necesitamos depender del “informante nativo” de la antropología clásica, quien sólo nos contaba lo que nosotros queríamos saber en primer lugar. Nosotros ahora podemos acceder al subalterno, por decirlo así.
Esta es una idea de los estudios subalternos. En la medida en que tanto los actores como las formas culturales subalternas se hagan visibles a través de nuestro trabajo, ello producirá nuevas formas de pedagogía y representación en las humanidades y las ciencias sociales (porque como dice un crítico norteamericano, “ahora todos somos multiculturalistas” ). Pero, ser capaz de escuchar en el comentario de Menchú la resistencia a ser “conocida” por nosotros debe implicar también lo que Spivak llama “desaprender el privilegio”: trabajar contra la corriente de nuestros propios intereses y prejuicios, oponiéndonos a la academia y a los centros de “saber”, mientras al mismo tiempo, continuamos participando en ellos y desplegando su autoridad como profesores, investigadores, administradores y teóricos.
Esta comprensión de las implicancias de los estudios subalternos es bastante diferente de la primera. Como hemos visto, Guha hace de la negación la categoría central de la identidad subalterna; ¿Qué pasaría con la negación si esta ingresara en el espacio académico (en un sentido opuesto a ser simplemente representada desde la academia)? ¿Puede nuestro trabajo incorporar esa negación, y entonces devenir parte de la agencia del subalterno?
Guha no se refiere a la negación “dialéctica” –superación-conservación: aufhebung- , sino a algo similar a la simple negación o “inversión” en el sentido en que Feuerbach emplea esta idea en su conocida crítica de Hegel. Para Hegel la negación es un momento necesario en un proceso dialéctico de “devenir” (Entwicklung) a través de “momentos” que culminan en el Espíritu Absoluto (o, en términos más prosaicos, en la modernidad). Esta es la forma en que tanto la historia como el pensamiento se mueven. La idea de Feuerbach de negación, por contraste, no es dialéctica y no es teleológica. Feuerbach toma de Hegel la cuestión de la religión como la forma imaginaria del Espíritu Absoluto, pero la 'invierte'. La religión es para Feuerbach, una expresión alienada de la posibilidad de la igualdad humana, de la felicidad y de una plenitud ya presente a la conciencia. Esta posibilidad se vuelve alcanzable no al final de una secuencia histórica (en el cual la idea de lo “sagrado” cambia a través de un proceso de auto-alienación y devenir), sino simplemente mediante la denegación de la religión de una vez por todas. Esto es la negación como “inversión”, opuesta a la negación-superación dialéctica. De manera similar, para Guha, la “forma general” de insurgencia campesina es “un proceso de inversión, como Manu ha advertido, de lo bajo (adhara) en lo alto (uttara)” .
Al invocar a Feuerbach soy consciente –me refiero a la discusión de Althusser sobre Feuerbach en Por Marx- de que me mantengo plenamente dentro del dominio de una concepción ideológica de la identidad. Este es también el argumento de Spivak, cuando ella nota el esencialismo del concepto de conciencia subalterna, pero al mismo tiempo lo justifica argumentando que ese esencialismo es “estratégico” –es decir, está políticamente fundado. Lo que es de interés político aquí no es la verdad del sujeto, en la forma en que una práctica teórica desconstructiva podría revelar esto, sino en cambio lo que constituye verdad para el sujeto (en el sentido del comentario de Althusser que “la ideología no tiene un afuera” –esto es, que la misma categoría de sujeto es ideológica). La reivindicación de Guha es que la simple inversión es una de las formas en las cuales los grupos y clases subalternas experimentan la historia y la posibilidad del cambio histórico. La visión histórica de los subalternos es más particularista, maniqueísta, antihistoricista, reactiva y aún, a veces, “reaccionaria”: simular paródicamente o mofarse de los símbolos del prestigio y la autoridad cultural, quemar los archivos, invertir el mundo, recuperar la época dorada y todo será perfecto de nuevo. (En la construcción de la categoría de subalterno tanto en Gramsci como en Guha hay más que un trazo de la idea de “moral de esclavos” de Nietzsche, ahora “invertida” en un signo positivo más que negativo).
Porque los signos culturales –formas de habla y etiquetas verbales, escritura, prohibiciones de comida, vestuario, literatura e iconografía religiosa, alusiones intertextuales, rituales- sostienen relaciones de subordinación y deferencia en una sociedad semifeudal de “alta semioticidad” (Guha toma el concepto de Yuri Lotman), la insurgencia campesina es, en gran parte, una rebelión contra la autoridad de la cultura misma: “sería correcto decir que la insurgencia fue una masiva y sistemática violación de esas palabras, gestos y símbolos que daban el sentido a las relaciones de poder en la sociedad colonial” . “[F]ue este combate por el prestigio el que estaba en el corazón de la insurgencia. La inversión fue su modalidad principal. Ésta fue una lucha política en la cual el rebelde se apropiaba y/o destruía las insignias del poder de su enemigo, esperando así abolir las marcas de su propia subalternidad. Al revelarse, inevitablemente por lo tanto, el campesino se envolvía a sí mismo en un proyecto que estaba constituido negativamente” .
Guha muestra que las insurgencias campesinas desbordan las formas de “cambio prescriptivo” permitidas por las expresiones de inversión social culturalmente sancionadas, como la fiesta o el carnaval:

En condiciones gobernadas por la norma de incuestionada obediencia a la autoridad, una revuelta de subalternos sorprende por su relativa entropía. De ahí entonces la intempestividad tan frecuentemente atribuida a los alzamientos campesinos y el imaginario verbal de irrupción, explosión y conflagración usado para describirlas. Lo que se intenta... es comunicar el sentido de un quiebre imprevisto, de una brusca discontinuidad. Porque mientras las inversiones rituales ayudan a asegurar la continuidad de la sociedad campesina, permitiendo a sus elementos altos y bajos cambiar de lugar por intervalos regulares y por periodos estrictamente limitados, la motivación de la insurgencia campesina es tomar esa sociedad por sorpresa, poner de cabeza las relaciones de poder existentes y hacerlo así para siempre .

Si es que, como Said argumenta, el proyecto de Guha es una continuación de la lógica “negativa” de las insurgencias campesinas que éste busca representar como historiador, entonces la cuestión que debe plantearse es ¿cómo se localiza este proyecto con relación al proyecto necesariamente político de cambiar las estructuras, prácticas y discursos que crean y mantienen las relaciones élite/subalterno en el presente? Un historiador convencional podría decir “Guha hace esto mostrando una forma diferente de pensar sobre la historia social que produce una nueva concepción de los sujetos históricos y la agencia, de la nación y de lo nacional popular”. Pero los intereses y teleología que gobiernan el proyecto de los historiadores –su “tiempo de escritura”, su compromiso con la idea de aproximación progresiva a la verdad, la acumulación institucional de saber y la relación entre ese saber y una “buena ciudadanía”- son necesariamente diferentes de los intereses, y la teleología, “negativos” que gobierna la acción de las insurgencias campesinas. El proyecto de los historiadores es, básicamente, un proyecto representacional en el cual, como en la analítica filosófica de Wittgenstein, todo es dejado como era. Nada es cambiado en el pasado porque el pasado es pasado; pero nada es cambiado en el presente tampoco, en cuanto la historia como tal –es decir, como una forma de saber-- no modifica las relaciones existentes de dominación y subordinación. De alguna manera, todo lo contrario: la acumulación de conocimiento histórico como capital cultural por parte de la universidad y los centros de saber, profundiza las subalternidades ya existentes. Paradójicamente entonces, tendría que producirse un momento en el cual el subalterno se disponga contra los estudios subalternos, de la misma manera en que, según Guha, el subalterno se dispone contra los símbolos de la autoridad cultural-religiosa feudal en las insurrecciones campesinas.
Dipesh Chakrabarty pregunta en su ensayo “Postcolonialidad y el artificio de la historia” ¿Cómo es que los intelectuales postcoloniales pueden tomar, sin problemas, el discurso de la historia cuando la historia, en sus formas colonial, nacionalista e incluso marxista, está profundamente implicada en la producción de subalternidades coloniales y postcoloniales? . Chakrabarty plantea la posibilidad/imposibilidad de otra historia que encarnaría lo que él llama la “política de la desesperación” del subalterno: “una historia que deliberadamente hace visible, dentro de la misma estructura de sus formas narrativas y de sus propias estrategias y prácticas represivas su colusión con las narrativas de la ciudadanía, para asimilar al proyecto del estado moderno todas las otras posibilidades de solidaridad humana” . Pero la “imposibilidad” de esa historia antimoderna es a la vez interior a los estudios subalternos mismos como un proyecto académico, porque “la globalidad de la academia no es independiente de la globalidad que la modernidad europea ha creado”. Chakrabarty concluye: “El sujeto antihistórico, antimoderno, por lo tanto, no puede hablar de sí mismo como 'teoría' dentro de los procedimientos de saber de la universidad, aun cuando estos procedimientos de saber reconozcan y 'documenten' su existencia” .
Extendiendo el argumento de Chakrabarty, podríamos insistir en una pregunta anterior: si es que la educación “superior” –la academia- en sí misma produce y reproduce la relación dominante/subalterno (porque si es superior debe haber otra educación inferior), ¿cómo ésta puede ser un lugar donde el subalterno adquiera hegemonía? Esta pregunta obligaría a los historiadores disciplinarios a confrontar, junto con Chakrabarty, la forma en la cual el discurso de la historia está implicado en la construcción de la ideología, de la autoridad cultural, del Estado y de la modernidad “occidental”. Sin embargo, esto sería admitir que la escritura de la historia no tiene que ver con el pasado, sino con el presente.
Estos comentarios sirven para introducir una consideración del libro Peasant and Nation (Campesino y nación) de Florencia Mallon, quizá el más explícito y sostenido intento de aplicar el modelo de los estudios subalternos a la historia latinoamericana . Mallon está preocupada con las formas en las cuales el imaginario jacobino de la revolución nacional-democrática es transferido al espacio postcolonial de Perú y México en el siglo XIX. En el proceso de adaptar este imaginario a sus propios objetivos y valores culturales, Mallon quiere mostrar como, “los subalternos... ayudaron a definir los contornos de lo que fue posible en la construcción de los Estados-Nación”. Comprende el Estado en forma gramsciana como “una serie descentralizada de lugares de lucha a través de los cuales la hegemonía es tanto contestada como reproducida” .
“Desde el comienzo”, Mallon argumenta, “la combinación histórica de democracia y nacionalismo con colonialismo creó una contradicción básica en el discurso nacional democrático [en América Latina]. Por un lado, la promesa universal del discurso identificó la autonomía potencial, la dignidad y la igualdad de todos los pueblos, y del pueblo, en el mundo. Por otro lado, en la práctica grupos enteros de población fueron impedidos de acceder a la ciudadanía y a la libertad de acuerdo a un criterio eurocéntrico excluyente de clase y género” ¿Cómo entonces recuperar los proyectos y las voces de los excluidos? El punto de partida de Mallon es una noción de “hegemonía comunal” , basado sobre el parentesco y la autoridad generacional (principalmente patriarcal), y formas colectivas o semicolectivas de propiedad de los grupos indígenas. Ella delinea con considerable detalle las intersecciones entre esta “hegemonía comunal”, la actividad de lo que ella llama “intelectuales locales”, los intereses y coaliciones regionales, la maquinaria constitucional y represiva del nuevo Estado-nación en formación, y las resultantes contradicciones y negociaciones de género, clase y etnicidad dentro y entre cada una de estas esferas. Estas intersecciones revelan en sus líneas de fractura o juntura “nacionalismos alternativos” que “ayudaron a producir el tipo de Estado-nacion con el que México y Perú llegaron al periodo contemporáneo” . Diferencias coyunturales llevan a un relativamente más autoritario Estado en Perú, y a uno relativamente más democrático-popular en México .
Para hacer este tipo de historia se requiere, nos dice Mallon, recuperar las “voces locales” contra las presiones por omitirlas o ignorarlas a favor de una narrativa histórica más sintética de la emergente unidad de la nación. Pero tal narrativa tiene un costo demasiado alto: “Simplificando la política local y las prácticas discursivas se niega la dignidad, agencia y la complejidad de la gente rural y se facilitan los tipos de 'construcción del otro' dualistas y raciales, a las que esa gente está aún sujeta. Cuando pretendemos que la historia oral, los rituales y la política comunal no son arenas de argumentación donde el poder se combate y se consolida, nosotros sumergimos las voces disidentes y ayudamos a reproducir la falsa imagen de un paraíso rural (o de idiotez) que ha sido repetidamente invocado, tanto en la derecha como en la izquierda, para explicar porqué los intelectuales y políticos urbanos saben lo que es mejor para este inocente, ignorante o ingenuo habitante rural” .
Dos implicaciones metodológicas –que parecen coincidir con el proyecto de Guha (aunque Mallon lo menciona sólo de paso)- se siguen de esto: (1) la noción de nacionalismo alternativo “debe afectar las formas en que nosotros re-escribimos el pasado en la actualidad”, entre otras cosas, por devolverle a las comunidades rurales un sujeto-de-la-historia capaz de producir su propia comunidad nacional imaginada ; y (2) el hecho de que “la historia desde una perspectiva subalterna debe también tomar seriamente la historia intelectual de la acción campesina [lo cual] implica romper con la división artificial entre el analista como intelectual y el campesino como sujeto –es decir, comprender el análisis como un diálogo entre intelectuales” .
Mallon escribe en Peasant and Nation, sobre la necesidad de “desenterrar los tesoros de la imaginación popular” . La metáfora es quizá simplemente desafortunada, en la medida en que la mayoría de las metáforas lo son; pero también podría ser evidencia de un punto ciego en su proyecto. A pesar de su reclamo acerca de que la historia subalterna requiere “negociaciones” entre intelectuales –es decir, entre historiadores profesionales como ella misma y los intelectuales orgánicos de las comunidades que ella estudia- Peasant and Nation no es, visiblemente, el producto de tales negociaciones. Mallon raramente abandona el rol de narradora omnisciente. Para representar la narración histórica misma como un “diálogo” se habría requerido una muy distinta forma de narrativa o narración, en la cual la escritura de la historiadora (Mallon) estuviera “interrumpida” por otras formas de narrativa oral o escrita y otras teleologías de prácticas intelectuales –aquellas de los “intelectuales locales” .
Lo que hace Mallon en Peasant and Nation, en cambio, es escribir en efecto la biografía del Estado-nación, mostrando en esa narrativa formas de agencia subalterna que otros recuentos –la propia historia oficial del Estado- pudieron haber ignorado. Pero esto es dejar el marco de la nación, y la inevitabilidad de su presente (y también la autoridad de la historia y de la misma Mallon como historiadora) intacta. En cierto sentido, Peasant and Nation resuelve la dualidad entre lo que Chakrabarty llama la “radical heterogeneidad” del subalterno y el “monismo” de la narración oficial del Estado-Nación y la modernidad, en la medida en que demuestra que los campesinos y los habitantes rurales tuvieron realmente un rol en la formación del Estado en México y Perú en el siglo XIX, que ellos no actuaron sólo pasiva o negativamente respecto al Estado y sus agentes. Pero, para usar una figura lacaniana, esto “sutura” un vacío a la vez conceptual y social que de alguna manera podría ser mejor dejar abierto. Peasant and Nation, entonces, omite precisamente lo que quiere hacer visible: la dinámica de Negación en la agencia subalterna.
En parte el problema se debe a que Mallon mantiene una forma narrativa diacrónica –esto es, un sentido de la historia como desarrollo, maduración, “despliegue”. Por contraste, Guha está preocupado con la manera en que una insurrección campesina “interrumpe” la narrativa de la formación del Estado. Por ello, él rompe con lo diacrónico en su propia representación de estas insurgencias, tratando, en cambio, de captar sus “aspectos elementales” –es decir, sus modalidades estructurales. La intransigencia y resistencia campesina puede y contribuye a los complejos ajustes, negociaciones y mediaciones que moldean históricamente al Estado, porque el Estado debe modificar sus estrategias y formas de relacionarse con el subalterno . Pero, al hacer el corte sincrónico –la temporalidad en Elementary Aspects es similar a lo que Walter Benjamin llamó Jetztzeit (el tiempo-ahora)- Guha es capaz de preservar, en la representación de esas insurgencias, las posibilidades contenidas en ellas mismas de otro Estado y de otra manera de relacionarnos con el tiempo o de ser, que no está sujeta a una representación futurista, a una narrativa teleológica del desarrollo.
Mallon critica el enfoque del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos por estar demasiado centrado en la idea de desconstrucción textual. Pero, ella quizá se podría haber beneficiado de haber releído y –quizá- reelaborado su propio texto desconstructivamente. El problema con su deseo de acceder a las “voces locales” no es tanto, como Spivak diría, el fonocentrismo –la identificación de la verdad con la presencia o voz del subalterno, como en la narrativa testimonial. El problema está, en cambio, en el simple hecho de que la voz (y la escritura) del subalterno sencillamente no está presente como tal en su narrativa. Está sólo la voz de Mallon y su escritura (las historias alternativas de fundación por los intelectuales locales que ella refiere en su texto, están parafraseadas o re-narradas).
Chakrabarty advierte que la historiografía de los estudios subalternos difiere de la “historia desde abajo” en tres principales áreas: “(a) una relativa separación entre la historia del poder, y de cualquier historia universalista del capital, (b) una crítica de la forma nación, y (c) una interrogación de la relación entre saber y poder (y por ello del archivo mismo y la historia como una forma de saber)” . Se podría concluir que Mallon incorpora las primeras dos de estas áreas, pero no la tercera. El subalterno está siempre, en algún sentido, ahí afuera para ella, en “el fango del trabajo de campo” y “en el polvo de los archivos”. A pesar de su apelación a un diálogo entre intelectuales de diferente tipo y locación social, ella aún ve la historia a la luz de un modelo positivista de escolaridad y objetividad, que la deja a ella al centro del acto de conocer y representar. En vez de estudiar cómo los campesinos peruanos o mexicanos estaban o no estaban envueltos en la formación del Estado, Mallon podría haber interrogado como historiadora, la relación entre el archivo, la “ciudad letrada”, la historia escrita y la formación del Estado en México y Perú en el siglo XIX. Pero, si Foucault y Gramsci –las dos figuras que ella erige contra Derrida y la deconstrucción- nos enseñan alguna cosa, esto es que lo que nosotros hacemos está implicado de una u otra forma en las relaciones sociales de dominación y subordinación. ¿Cómo podría ser distinto? ¿Cómo podrían instituciones tan poderosas como la universidad y la disciplina de la historia, no estar implicadas en el poder?
¿A qué intereses, finalmente, responde la inmensa labor de investigación y narrativización que Peasant and Nation implicó en su realización? Mallon estaría de acuerdo con Chakrabarty en que los estudios subalternos son un proyecto dentro de la universidad. En otras palabras, no se trata de un proyecto Narodniki (los Narodniky fueron los populistas rusos quienes en los 1880s dijeron, como los Zapatistas hoy: “Nosotros tenemos que ir al pueblo, al narod”, y entonces abandonaron todas su preconcepciones –universidad, profesiones, vida familiar de clase media- y fueron a las comunidades campesinas y trataron de organizarse allí). No estoy tratando de decir “deja lo que estas haciendo y anda a trabajar con los grupos comunitarios en la India o con el movimiento indígena en Guatemala o las víctimas del SIDA”. Pero ¿no tenemos que admitir, en algún momento, que hay un límite a lo que nosotros podemos o debemos hacer en relación con el subalterno, un límite que no es sólo epistemológico sino que también ético? Un límite constituido por el lugar de historiadores como Mallon o de críticos literarios como yo en una posición que no es la del subalterno. El subalterno es algo que está al otro lado de esta posición.
Asumir como conmensurables el proyecto de representar al subalterno desde la academia y el proyecto de auto-representación del subalterno mismo es, simplemente, eso: una asunción. En verdad, sería más correcto decir que estos son proyectos diferentes, incluso antagónicos. Creo que la universidad debe “servir al pueblo”; para ese fin, ésta debe ser más accesible, democratizada, ofrecer más posibilidades de asistencia. Pero estas medidas en sí mismas no resuelven la brecha entre nuestra posición en la academia y el mundo del subalterno. Aún no resuelven la brecha entre las privilegiadas, poderosas y, frecuentemente, privadas universidades que, en general, han devenido el hogar de los estudios subalternos en los Estados Unidos y, las desprestigiadas y pobremente financiadas universidades públicas, de ese país, o entre la universidad “metropolitana” como tal –sitio de los “area-studies”- y las universidades latinoamericanas.
Por esto prefiero enfatizar el aspecto “negativo” o crítico del proyecto de los estudios subalternos aquí: su interés en registrar dónde fracasa el poder de la universidad y de las disciplinas en representar al subalterno. A veces pienso los estudios subalternos como una versión secular de la “opción preferencial por los pobres” de la teología de la liberación; comparte con la teología de la liberación una metodología esencial de lo que el teólogo peruano Gustavo Gutiérrez llama “escuchar al pobre” . Como la teología de la liberación, los estudios subalternos implican no sólo una nueva forma de concebir o hablar sobre los subalternos, sino también la posibilidad de construir relaciones de solidaridad entre nosotros y las prácticas sociales que nosotros usamos como nuestro objeto de estudio. En un famoso pasaje, Richard Rorty distingue lo que él llama “el deseo por solidaridad” y “el deseo por objetividad”:

Hay dos formas principales en que los seres humanos reflexivos tratan, al poner sus vidas en un contexto más amplio, de dar sentido a esas vidas. La primera es contando historias acerca de su contribución a la comunidad. Esta comunidad puede ser la comunidad histórica real en la que ellos viven, o una totalmente imaginaria, constituida quizá de una docena de héroes y heroínas seleccionados desde la historia o la ficción, o ambas. La segunda es describiéndose como estando en una relación inmediata con una realidad no humana. Esta relación es inmediata en el sentido en que no deriva de una relación entre tal realidad y su tribu, o su nación, o su banda imaginada de camaradas. Yo diré que las historias del primer tipo ejemplifican el deseo por solidaridad, y las historias del segundo tipo ejemplifican el deseo por objetividad .

Lo mejor de los estudios subalternos, creo, es que estos están impregnados por lo que Rorty llama “el deseo por solidaridad”; el proyecto de Mallon en Peasant and Nation, por contraste, parece estar impregnado por “el deseo por objetividad”.
Sin embargo, el deseo por solidaridad debe comenzar con lo que Gutiérrez llama una “amistad concreta con el pobre”: no puede ser simplemente un asunto de tener una “conversación con” (según el concepto del mismo Rorty), o romantizar o idealizar al subalterno. En este sentido, Mallon podría tener razón sobre los límites de la “textualidad” y las virtudes del trabajo de campo. Más aún, haciendo la transición desde la “objetividad” a la “solidaridad”, no podemos simplemente despachar la cuestión de la representación, con el pretexto de que ahora estamos permitiendo al subalterno “hablar por sí mismo”. Y hay una forma en la cual la política -¿necesariamente?- liberal que el enfoque de Rorty da a la idea de solidaridad puede también ser, como la consigna de los '60 decía, parte del problema más que parte de la solución, porque éste asume que la “conversación” es posible a pesar de las diferencias de poder y riqueza que dividen y, diferencian radicalmente, a los participantes .
La solidaridad basada sobre la asunción de la igualdad y reciprocidad no significa que las contradicciones sean superadas en el nombre de una noción heurística de fusión o identificación con el subalterno: la observación de Foucault sobre la vergüenza de “hablar por otros” es pertinente aquí. Como la pequeña historia de Lacan al comienzo de este ensayo, el acto de “contestar” del subalterno necesariamente perturba –a veces con displacer- nuestro propio discurso de benevolencia ética y privilegio epistemológico, especialmente en aquellos momentos en que ese discurso reivindica “hablar por los otros”. Gutiérrez concluye que las consecuencias de una opción preferencial por los pobres para el intelectual están simbolizadas por la estructura de una curva asintótica: podemos aproximarnos en nuestro trabajo, y práctica política, cada vez más al mundo de los subalternos, pero no podemos nunca, realmente, fusionarnos con ese mundo, aún cuando, como los narodniki, nosotros nos dispusiéramos a “ir al pueblo”.
Se nos pregunta cómo nosotros, que estamos, en general, en las mayores universidades en investigación en los Estados Unidos y pertenecemos socialmente a la clase media o clase media alta profesional, podemos reivindicar representar al subalterno. Pero nosotros no reivindicamos representar (“trazar un mapa cognitivo”, “dejar hablar”, “hablar por”, “excavar”) al subalterno. Los estudios subalternos tratan, en cambio, cómo el saber que nosotros producimos e impartimos como académicos está estructurado por la ausencia, dificultad o imposibilidad de representación del subalterno. Esto es reconocer, sin embargo, la inadecuación fundamental de ese saber y de las instituciones que lo contienen y, por lo tanto, la necesidad por un cambio radical en la dirección de un más democrático e igualitario orden social.

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